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  • Hna. María Angeles Marimon r.s.c.j., Solidaridad Zona Oeste

    Trabajé con don Enrique en Pastoral de solidaridad durante todo el tiempo que fue Vicario en la Zona.

    Cuando él llegó a la Zona, nosotros estábamos muy dolidos por la forma cómo se nos había quitado a Fernando Ariztía. Estábamos apenados, y también temerosos frente al nuevo Vicario. Después de un tiempo, él nos confesó su sentir: “Yo iba empujando el tren, después iba en el tren a un mismo ritmo, cuando llego aquí y ¡qué pena tener los años que tengo! Aunque corra el tren va delante mío y me empuja”.

    Al poco tiempo de llegar me dijo que quería conversar conmigo en privado. Con gran sencillez, pero con toda franqueza, me señaló las dudas que tenía. Sin ningún rodeo fue al grano. Don Enrique sin dudar un momento creyó lo que le dije. Me dijo: Me gusta conocer a las personas con quienes comparto el trabajo.  Depositó en cada uno de nosotros toda su confianza; nos hacía sentirnos siempre necesarios y útiles en el quehacer que nos encomendaba. Nos hacía sentirnos personas. Esta actitud fue permanente en el trabajo de solidaridad. Nunca se hizo eco de rumores. Cuando quería saber algo, lo preguntaba directamente y sabía guardar la discreción del caso. Jamás hizo diferencia de personas porque fueran de tal o cual partido, de tal nivel socio-económico. Si por algo tomó partido fue por las personas oprimidas, por las personas que marginamos en nuestro quehacer pastoral o social.

    Así compartimos tanto dolor, tanto opresión y, como él nos decía, “tantas lucecitas”.

    Como Jesús, Don Enrique pasó entre nosotros haciendo el bien. Y, como Jesús, no fue un hombre débil o temeroso. Se arriesgó en todo momento por defender públicamente al débil y oprimido. Ningún problema era ajeno a él desde el más grande al más casero o doméstico. Nunca estaba satisfecho. Siempre descubría y nos impulsaba a buscar nuevas maneras de servir,  de luchar por la Justicia, por la Verdad. En su visita a los grupos y comunidades, siempre era la misma pregunta: ¿Qué pasa en la población? ¿Qué hacen ustedes? Siempre dejaba una interrogante, una tarea por hacer. Y después, con enorme sencillez, compartía onces, comida, como uno más. Siempre tenía un chiste que aliviara tensiones, su poema del eco, sus anécdotas que a todos nos hacía reír y aliviaban el trabajo.

    Muchas veces Don Enrique llegaba a la zona preocupado y nos decía con pena que lo habían tachado de ingenuo por tal o cual acción. Le decían que lo utilizaban los partidos políticos. Sabía muy bien que arriesgaba y no porque lo tacharan así dejaba de hacer lo que en conciencia era para él una violación de los derechos humanos. Discernía sencillamente los acontecimientos, se hacía asesorar por cientistas,  teólogos y, sobre todo, dejaba que su afecto se sensibilizara frente a los problemas de los pobladores, de los trabajadores. Recuerdo que frente a una toma de terreno respecto de la cual le hicieron el mismo tipo de comentario, nos dijo:

           -¿Existe el problema de la vivienda? Sí, he estado con ellos y conozco la humillación en que viven.

           ¿Hay partidos políticos por medio? Sí, y la vivienda es un problema social y político.

           ¿Nos pueden utilizar? Sí, pero el problema existe y tenemos que comprometernos en él: Hacemos nuestro el grito de los pobres y la justicia de su causa.

    Don Enrique creía en las personas, en cada uno de nosotros depositaba su confianza; por eso que nunca nos sentimos utilizados o pasados a llevar. Si alguna vez vimos a Don Enrique enojado fue precisamente cuando vio que alguna persona o grupo pasaba a llevar a otros o lo utilizaba. Nunca lo vi tan enojado como cuando unos dirigentes organizaron una protesta ante las autoridades, y después ellos se corrieron y dejaron a la gente sola.

    Siempre vimos a Don Enrique con  su cuaderno de apuntes anotando, fuera un curso, una charla, una sencilla reunión. Siempre observando, preguntando, necesitando la ayuda de los demás. Nunca satisfecho con lo que conocía o hacía. Nos decía: “Cuando alguien se conforma o piensa que todo esta bien, quiere decir que ahí la solidaridad se extinguió o nació mal”.

    Tenemos en Don Enrique el testimonio de un creyente, de un Obispo que quiso desde Cristo solidario construir una Iglesia Solidaria, un pueblo de Hijos, Hermanos y Señores. Su visión de Iglesia, su seguimiento de Jesús tomó cuerpo en su práctica solidaria.

    Vimos a Don Enrique con jóvenes, niños, ancianos: semillas del Reino y fruto maduro, expresión para él de la opresión y utilización de la persona humana. Lo veíamos permanen-temente atendiendo religiosas, sacerdotes que venían a consultarle, conversando en la calle, o en su oficina, con dirigentes, con humildes mujeres de nuestras poblaciones, con rehabi-litados alcohólicos. Pacientemente escuchaba los viernes en la tarde a quienes les faltaban cinco pesos para “componer la caña”.

    Vimos a Don Enrique ir a la Villa Grimaldi, a Lonquén; lo vimos permanentemente defendiendo el derecho a organizarse, a la salud, a la educación, a la vivienda, defendiendo la vida y la libertad frente a las autoridades. Al trabajo digno. Iniciando las colonias urbanas y obligándonos a asumir como Zona la problemática social de los ancianos, yendo a visitar detenidos y exiliados en cada viaje que hacía; caminando por las calles en protesta por la cesantía o por la caducidad de visados a sacerdotes extranjeros. Acompañó, día tras día, la huelga de los familiares de detenidos-desaparecidos y religiosos. Ayunó y lloró por nosotros en Andacollo, almorzó en comedores familiares y ollas comunes; participó en encuentros sindicales y apoyó las huelgas legítimas de los trabajadores. Había un allanamiento en la zona, una ratonera, una persona detenida, sin pensarlo más allí iba y se hacía presente. Y Don Enrique sabía lo que era el miedo a la CNI. Antes de ir a uno de estos lugares siempre nos pedía que rezáramos y que, por favor, si no sabíamos de él en tanto rato, que lo buscáramos. El miedo, las calumnias, las críticas, los llamados amenazadores nunca paralizaron su acción. Como Jesús en Getsemaní muchas veces quería que el Señor alejara de él el cáliz del dolor. Pero como Jesús sabía que el Padre le pedía su presencia y su palabra con sus hermanos vejados, torturados o violentados.

    Don Enrique nos enseñó a mirar sencillamente la realidad desde los pobres. Nos decía:
    Si saber cómo funciona un hospital tengo dos alternativas ir ala dirección del Hospital, hablar con el Jefe de Estadísticas, con el director, con los médicos. Que me van a mostrar su realidad: tantos servicios, tantos profesionales, así es la alimentación, tenemos toda esta infraestructura; o puedo ir un día de visita y conversar con los enfermos que están allí postrados, con sus familiares y preguntarles cómo han sido atendidos, por qué se enfermaron, cómo es la alimentación, cómo es la cama que tienen...
    Nosotros tenemos que mirar la realidad desde ese segundo punto de vista y ciertamente él así la miraba.

    Nos enseñaba también a ir a las causas. Con ocasión de una erradicación, fue al Ministerio del Interior donde las autoridades le mostraron todos los proyectos en el área social. Volvió riéndose porque les había dicho: “Miren, esto está muy bonito, pero es como si ustedes me meten en un avión y me llevan a un lugar que yo no he elegido y me dicen: mire qué asiento tan bueno, qué almuerzo tan completo y hasta me traen un wiski y me preguntan si lo encuentro todo bien. Yo les voy a decir: de nada me sirve esto porque el problema está en que ustedes me llevan donde yo no quiero ir ni lo he elegido”.

         Don Enrique es el Obispo de los pobres, porque es el hermano, compañero y defensor de los oprimidos.
         Porque se comprometió al servicio de la liberación integral de todos nosotros.
         Porque, identificado con Jesús, se hizo hermano de todos.
         Porque, en seguimiento de Jesús, buscó siempre la Voluntad del Padre.
         Su compromiso en la construcción del Reino de Dios no se limitó a la Zona Oeste. Su horizonte era Chile, América Latina, los pobres y oprimidos del mundo.
         Vivió el testamento que nos dejó en su última carta pastoral, incluyendo el sacrificio de su propia vida.
         Su vida es para nosotros testimonio y anuncio de Cristo Liberador.

     

 
 
     
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Don Enrique Alvear