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  • Mónica Jiménez

    “Tuve tres fuentes de conocimiento de Don Enrique y las tres me aportaron diferentes dimensiones de su personalidad. La primera fue su sobrina María Angélica, de quien soy su amiga; la segunda las Hermanitas de Jesús, y la última, su participación en la Comisión Nacional de Justicia y Paz.

    “Soy amiga de María Angélica desde 1958 y fue, a través de ella, cómo empecé a conocer a Don Enrique, o mejor dicho, al tío Enrique. Ese tío Santo, consejero espiritual, que quería con dedicación casi exclusiva a cada uno de sus hermanos y sobrinos, ese tío que fue capaz de postergar cualquier compromiso cuando los padres de María Angélica, enfermos, enfrentaron una larga agonía. Ese tío que fue capaz  de querer a los amigos de su sobrina y de ir a la calle Lyon a comer con nosotros varias veces, para conocer el mundo de su sobrina, a quien quería con predilección; un tío Enrique entretenido, que gozó la comida, que conversó sobre todo lo que nos interesaba, que nos hizo sentir felices, nos hizo sentir queridos.

    “Anita Vial, hoy Hermanitas de Jesús, fue mi compañera inseparable en primer año de Trabajo Social. Ella tomó su opción, amor a Jesús pobre. Optó por la Contemplación, por vivir entre los pobres y por trabajar como los pobres. En esas Casas de Oración, donde viven las Hermanitas, se refugiaba Don Enrique, el Obispo de los Pobres. Celebraba la Eucaristía, rezaba, alimentaba su espíritu. Anita me habló muchas veces de Don Enrique. Me contó cómo él se dejaba tiempo para visitarlas, para comer con ellas, para conversar y pedir al Cristo Vivo por los humildes y marginados, por todos aquellos por quienes Cristo, Don Enrique y las Hermanitas consagraron su vida. Este era un Enrique Contemplativo, enamorado de Jesús, entregando su tiempo a la dirección  espiritual de las Hermanitas, sus compañeras de ruta en la búsqueda y encuentro de Jesús.

    “Asimismo tres años estuvo en nuestra mesa de reuniones, de Justicia y Paz. Incorporaba con gusto en su nutrida agenda el almuerzo quincenal con nosotros. Su presencia era muy importante. Lo necesitábamos porque él tenía incorporado a su vida la capacidad de discernir los signos de Dios en la Historia. Empapado de Cristo, en contacto directo con la realidad social, era capaz de interpretar los acontecimientos económicos, sociales y políticos, aportando siempre un signo de esperanza. Se jugaba por las personas, por la justicia, por los derechos de los marginados y los desposeídos. Siempre decía: ‘Debemos seguir anunciando a Jesucristo, sin temer los posibles conflictos que ello pueda traer, esto significa denunciar el pecado personal y social con toda claridad, como lo hicieron los Obispos en Puebla, llamar a conversión para que cese la situación de pecado social y la injusticia institucionalizada; anunciar con toda la fuerza de la fe y el amor el camino de la Comunión con Dios y con los hombres; y de la participación, para hacerla posible entre nuestros hermanos chilenos, pero con la opción preferencial por los pobres’.

    También nos decía: ‘Interpelar a la sociedad, sus criterios de juicio, sus líneas de pensamiento, sus fuentes inspiradoras, sus modelos de vida, sus planes económicos, laborales, políticos, educacionales, desde la Fe para que abra sus puertas y reconozca con humildad lo que hay de parcialidad y de pecado en todo’.

    “Si volvemos a nosotros, los miembros de Justicia y Paz, y pensamos cómo lo vimos y sentimos, y cuál fue su mensaje, diríamos: Don Enrique tenía buen humor y era tallero. Cuando uno le preguntaba cómo estaba, él contestaba sonriendo con picardía levantando la mano: ‘Ahora bien, mañana mejor’. Don Enrique era acogedor, cálido, afectivo, uno se sentía querido o querida con predilección. Yo siempre pensé, y sobre todo sentí, que me quería mucho. El aceptaba y acogía a la persona total que tenía frente a él. Recuerdo su preocupación personal por Alberto Jerez, su mujer  e hija el día de su expulsión. El se jugaba por las personas, siempre estaba disponible. Don Enrique era humilde, sencillo. Jamás se hacia notar o pedía para él atenciones especiales. Cuando hablaba, también lo hacía con sencillez; nos ofrecía a todos sus hermanos, como él decía, sus reflexiones. Pero esta humildad y sencillez no lo encerraban o lo obligaban a guardar silencio, él hablaba porque lo sentía un deber. Siempre preguntaba: ¿’Cómo vivió Cristo estas situaciones?’  Las reflexionaba y las comunicaba. El sentía un deber clarificar su tarea y como Pastor guiar y ayudarnos a todos.

    “Don Enrique no era ingenuo ni era un adolescente –como algunos creían-. El sabía muy bien lo que hacía y porque lo hacía. El corría el riesgo de cristiano que quiere ser coherente. La maduración de su Fe, el deseo de encarnar Medellín y Puebla, lo hicieron crecer con la Historia. Uno de los miembros de Justicia y Paz me decía: ‘Lo que más me impresionó de Don  Enrique, fue su capacidad de identificarse, de crecer con la Historia’.

    “Formado en una Teología Preconciliar, fue capaz de absorber  Medellín y Puebla, de vivirlo y predicarlo con su ejemplo, con su compromiso de vida. Juan, mi marido, me comentaba: ‘Don Enrique a mí me desarmaba. Siempre dejaba hablar, nunca interrumpía, nos dejaba criticar, opinar y cuando terminábamos trataba de buscar una explicación cariñosa al comportamiento de la gente, Jamás agresivo o irónico, jamás con odio o rencor. El sabía discrepar con caridad.´

    “A mí, personalmente, la herencia especial que me dejó, es su preocupación por cada persona en particular, su amor cálido y su clara y comprometida opción por los pobres. Gracias Tío Enrique, amigo Enrique, hermano Enrique, por tu Pastoreo y Testimonio de vida.”

     

 
 
     
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Don Enrique Alvear