Documento sin título
   
 
   
 

La opción por los pobres

“Yo te canto amigo, hermano, el Obispo de los pobres, por tu vida entregada.  Yo te canto, amigo, hermano, el Obispo de los pobres, en ese día…”. Es la canción que se cantaba el día de su Pascua. En ella se resumía lo que fue su vida y misión.  Era un título merecido: “el Obispo de los pobres”.

Cuando se recorría la Zona Oeste de Santiago a fines de los 70, de norte a sur y de oriente a poniente, entre los 800.000 habitantes que aproximadamente vivían en ella, más de la mitad lo hacía en condiciones bastante deplorables. Casetas de madera, muchas sin agua ni alcantarillado: construcciones ligeras por donde se cuela el viento helado del invierno.  La humedad y el polvo, además, de la falta de las condiciones higiénicas indispensables, eran las características de esa vasta zona de Santiago. Aún hoy, más de 30 años después, pueden encontrarse sectores viviendo en graves condiciones de vulnerabilidad y exclusión.

Si toda su vida don Enrique tuvo una especial vocación para evangelizar en el mundo de los pobres, su llegada a la Arquidiócesis de Santiago le hizo profundizar esa vocación como parte de una Iglesia que bajo el pastoreo del cardenal Silva Henríquez se jugó esos años por los más desposeídos.

Ya hemos dicho que cuanto más pobre y débil era la persona, más ventaja tenía sobre los demás, para ser atendida y privilegiada por el Obispo.

Al llegar a la Zona, se encontró con el pobre como grupo social. No eran ya ni uno ni dos lo que no tenían trabajo o que pedían pan. Eran cientos, eran miles, los que no tenían lo indispensable, fruto de una explotación de siglos; deshechos de las clases dominantes, que estaban obligados a sobrevivir en ínfimas condiciones. Empezó don Enrique a sumergirse en su mundo, a ver las cosas de ellos. La palabras de Jesús: “Tuve hambre y no me diste de comer…” las empezó a leer distinto: ya no se imaginaba a un hombre pidiéndole pan a otro hombre, sino que empezó a sentir que un pueblo oprimido y explotado gritaba al resto del país, al resto del mundo: “¡tengo hambre!; ¡quiero vivir en condiciones humanas!” Así, nos interpelaba a todos a escuchar ese grito de los pobres como el mismo grito de Cristo. La compenetración con Él hacía que lo pudiera descubrir en esos rostros humanos sufrientes.

Por eso, decía: “He descubierto en los ojos de los pobres reflejada la mirada de Cristo en la Cruz”.  “Tengamos los mismos sentimientos que tuvo Cristo en la Cruz, sintamos a Cristo Jesús que ve el mundo como lo ven hoy los pobres de Chile, los pobres que nos rodean. Solidaricemos con nuestro pueblo, como Cristo Jesús, que no solo denunció, sino que sufrió a muerte asumiendo toda la realidad destructiva de este pueblo. Tengamos los mismos sentimientos de Dios para solidarizar con ese pueblo de una manera amplia, con todas sus expectativas, con todas sus ilusiones de liberación, porque en el pobre y en los pobres esta presente el dolor de Dios”.

A raíz de este encuentro con el mundo de los pobres –y basándose en Puebla-, don Enrique fue elaborando el sentido pastoral de lo que llamamos la opción por los pobres, explicando lo que significaba para cada grupo de la sociedad.

a) Para la Iglesia entera, en especial para sus sectores más acomodados:  “El compromiso de dejarse interpelar constantemente por los pobres, ya que, a través de ellos, el Señor la llama a conversión (Puebla 1147)”.  Y Monseñor Alvear añadía: “¿Cuál es tu compromiso con los pobres, obreros, pobladores, campesinos y los empobrecidos, pertenezcan o no a la Iglesia?  Si posees bienes, ¿cumples con su función social en beneficio de los más desposeídos?; ¿luchas por una sociedad en la que no haya marginados ni oprimidos?  Conversión es, también, dejar de vivir el espíritu de una sociedad consumista y vivir en el espíritu de las Bienaventuranzas (la pobreza espiritual) que haga posible una justa distribución de los bienes de la sociedad”.

b) Para los pobres: “La opción por los pobres significa para los pobres abrirse al Padre que los ama y privilegia, con gratitud, y expresar su conversión en el compromiso solidario con sus hermanos. Significa también hacer suya la pobreza espiritual de modo que ahora y más tarde, si logran mejorar su condición económica, mantengan la vigencia evangélica de la pobreza espiritual en el uso de los bienes. Significa, asimismo, que los pobres sepan compartir y anunciar su fe en Jesús a los otros grupos sociales, tal como ocurrió en los comienzos del cristianismo”.

Todas estas cosas las testimoniaba continuamente con su vida. Trabajaba con pobres y ricos, pero a todos les hacía cobrar conciencia de la importancia de luchar por la liberación integral. Recibía muchos donativos de gente acomodada, que sabían que el dinero iba a llegar a los más pobres, no paternalistamente, sino impulsando su organización. Siempre ingresaba el dinero en el economato de la Vicaría y así servía para los distintos proyectos de solidaridad que en ella hubiera.

Este interés y opción por las clases más desposeídas se hicieron tan connaturales en él, que yo no hubo ningún tipo de pobreza que le fuera extraña. No había mal que aquejara a la sociedad chilena sobre la que don Enrique no dijera una palabra o hiciera un gesto.

Sabía que evangelizar a los pobres era decirles una palabra liberadora en nombre de Jesús; era decirles, con el gesto, que Dios los quería; era provocar la solidaridad entre ellos, y de toda la Iglesia con ellos.

Cuando murió, eran pobres los que lloraban; manos de pobres las que se estrechaban, corazones de pobres los que rezaban. Estaban enterrando a un pobre, seguros de que el Señor de la Vida lo iba a recibir diciendo: “Ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed…” (Mt 25,31).

 

 
 
     
Documento sin título
 
Don Enrique Alvear