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La Zona Oeste de Santiago

Don Enrique llegó a Santiago como Obispo Auxiliar de monseñor Raúl Silva Henríquez, y después de encargarse un tiempo de la Zona Oriente, fue designado Vicario de la Zona Oeste.  Era el año 1974.

La Zona Oeste es una de las zonas más populares de Santiago y abarca muchas poblaciones marginales. Las comunas de Quinta Normal, Pudahuel, Maipú y Santiago habían tenido un protagonismo importante en tiempo de la Unidad Popular y, por lo tanto, sufrieron la persecución política en mayor proporción durante el régimen militar. El empobrecimiento progresivo comenzaba a ser una realidad muy dolorosa y un gran desafío para el corazón de Pastor que poseía don Enrique.

Tampoco era fácil suceder a don Fernando Ariztía, que había sido un Obispo cercano y querido por todos. Gran defensor de los derechos humanos, don Fernando había sabido estar a la altura de las circunstancias después del golpe de estado del año 73. El cardenal Raúl Silva Henríquez lo puso al frente del Comité Pro Paz, órgano creado por varias Iglesias, desde el cual se preocupó de defender la vida de los perseguidos políticos. Así, don Enrique llegó a una Zona donde ya sabían lo que era tener un Pastor preocupado de los más pobres, lo que constituyó una mayor exigencia para él.

Como Pastor “en terreno”, lo primero que hizo fue tratar de conocer a su grey. La primera actividad a la que se dedicó fue a visitar a más de un centenar de comunidades repartidas en todas las poblaciones.  Conversaciones, reuniones pastorales, liturgias y confirmaciones fueron la oportunidad para conocer muchas personas, e incluso aprenderse muchos nombres, que trataría de no olvidar más.

Era siempre pedagógico en sus homilías o catequesis. Partía de la vida y la iluminaba con el Evangelio. Los hechos y palabras de Jesús cobraban en sus labios una actualidad insospechada. Resultaba entretenido escucharle y siempre se sacaba enseñanza.

Puso mucho interés en la renovación de los métodos de catequesis y para recibir la confirmación exigía a los jóvenes un cierto grado de madurez y compromiso. A ellos se dirigió en muchas ocasiones proponiéndoles los ideales evangélicos, mostrándoles la fuerza que encerraban y el impulso que debían sacar de ellos para transformar la sociedad. Sabía que hablaba un mundo joven, postergado de oportunidades par estudiar o trabajar, pero solicitado y asediado por el consumo superficial, la droga o la violencia. El Obispo siempre les proponía buscar caminos pacíficos, pero activos, para conseguir una sociedad más justa.

En sus recorridos por la Zona, en las conversaciones con los Agentes de Pastoral, don Enrique fue tomando contacto con un submundo de pobreza, hambre, desnutrición y enfermedades mal curadas. Sensible y muy próximo de todo lo humano, se fue conmoviendo hasta lo profundo.  Sintió que todos esos problemas eran suyos, porque eran de su pueblo; eran suyos porque era el mismo Señor el que sufría en ellos. La pasión por Jesucristo, que tuvo siempre, lo hizo ahora volcarse en una tarea solidaria con los más necesitados.

Inspirado en el texto de Filipenses: “Él, que era de condición divina, no se aferró celoso a su igualdad con Dios, sino que se rebajó a sí mismo hasta no ser nada, tomando la condición de esclavo” (Flp. 2,7), don Enrique fue dándose cuenta de que había muchas situaciones humanas ante las que la Iglesia no podía permanecer impasible, sino que tenía que hacerse solidaria como se hizo Jesús con nosotros.

Eran unos años donde fuimos víctimas de una campaña que pretendía tergiversar los valores. Así, se presentaban como buenos el individualismo, el egoísmo, la absoluta pasividad en el terreno social y político. La tortura, la persecución o el exilio eran tenidos como normales. Las fuerzas de seguridad se llevaban a las personas y nunca más se sabía de ellas. Los medios de comunicación estaban acallados y los pobres fueron perdiendo más y más su poder adquisitivo, su derecho a expresarse, a disentir, a comer y a organizarse.

En otros tiempos, don Enrique aprendió de los sufrimientos de la clase trabajadora, pero ahora asistía a una época en que era sistemáticamente aplastada y sus organizaciones desmanteladas. Atento a estas realidades, rezando siempre como rezaba, fue descubriendo la forma de solidaridad que exigían los tiempos. Su espíritu contemplativo se profundizó en su afán por describir las semillas del Reino, las semillas del bien, que muchas veces pasaban inadvertidas, mezcladas entre tanto pecado. Por eso sabía admirarse de esos pequeños gestos de amor que a veces entregamos sin darnos cuenta. Le gustaba conversar con todos, jóvenes, niños y adultos, y rescataba de cada uno esos frutos del Espíritu que se viven inconscientemente. Ya cerca de su muerte, conoció al “Pollito”.

El “Pollito” era un niño de una de las tantas poblaciones de la Zona. Para Navidad le regalaron una caja con muchos juguetes y él los repartió entre varios amigos. Don Enrique visitó la Comunidad y conoció al niño. Le contaron lo que había hecho y, poniéndole la mano en la cabeza, dijo: “Esta es la semilla del hombre nuevo”. Poco tiempo después, el “Pollito” preguntó por qué la gente estaba triste y le contaron que el obispo había muerto.  Él replicó: “¡Ah!, el que me quería”.

Asimismo, monseñor Alvear fue encontrando esas semillas del hombre nuevo en grupos y organizaciones que, sin confesarse cristianas, hacían lo posible por mejorar la vida de los pobres y por defender sus derechos.

 

 
 
     
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Don Enrique Alvear