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Obispo de San Felipe

Pequeña ciudad, tranquila, situada al noroeste de Santiago, con vegetación exuberante, al entrar en San Felipe uno olvida inmediatamente que es la ciudad de los terremotos. En efecto, innumerables movimientos de tierra han tenido su epicentro en las cercanías.

La huella de don Enrique y de su misión pastoral duró allí casi diez años, desde 1965 hasta 1974. Corrían los años del Concilio Vaticano II y don Enrique llegó a San Felipe con todo el entusiasmo y la vitalidad del que ha participado en una de las más grandes aventuras de la historia de la Iglesia cristiana. El Vaticano II –el sueño de Juan XXIII hecho realidad- puso a la Iglesia Universal en camino hacia el corazón del hombre, hacia el corazón de las culturas, con el firme convencimiento de que el pueblo de Dios poseía el Espíritu de Jesús y que, por lo tanto, el mundo era esencialmente bueno y no malo; que la Biblia era el libro de los cristianos; que la Liturgia era cosa de los hombres y no de ángeles y que, por tanto, podíamos celebrar en ella, junto al misterio de Jesús, nuestras esperanzas y dolores. La santidad era ya accesible a todos y no propiedad de conventos o sacristías. El mensaje evangélico volvía a ser la semilla que se reparte generosa y gratuitamente, no importa en qué tierra.

Llegar a una nueva diócesis en ese momento fue una gracia para don Enrique y para San Felipe. Encontró todo tranquilo y en orden, pero faltaba vida.

Sacerdotes y catequistas confiesan que la llegada de don Enrique fue una revolución para la Iglesia de San Felipe.

Empezando, no era un Obispo de oficina, sino de visitas: nadie estaba acostumbrado a tener a un Obispo tan cerca. Poco a poco fueron descubriendo en él un verdadero pastor que llegaba a las personas y desde ellas organizaba las pastorales.

Los sacerdotes fueron los privilegiados de don Enrique: entre ellos tenía sus amigos, con ellos trabajaba y los seguía, los formaba, los acompañaba.  Poco a poco fueron naciendo todas las catequesis; se renovó la liturgia y convocó a un Sínodo Diocesano, donde fueron llevados a conversación y discusión de los cristianos la realidad de la Diócesis y las respuestas pastorales que exigía.

Su gran empeño fue reorganizar las parroquias en pequeñas comunidades, como pedía el Concilio y, más tarde, Medellín. Eso traía consigo la renovación y adaptación de los sacerdotes y religiosas que trabajaban en pastoral.

El mismo renovó las estructuras del obispado, sabiendo y proclamando que “el Obispo completo es el Obispo con todo su presbiterio, y yo estoy convencido de que es así”, y trató de impulsar los cambios con un alto grado de participación de los ministerios, como él llamaba a los sacerdotes, religiosas y laicos.

Ya en San Felipe empieza a expresar la misión de la Iglesia dentro de la historia. Quería una pastoral con visión histórica:

“El Pastor con visión pastoral tendrá siempre la preocupación de evitar las comunidades cristianas cerradas sobre sí mismas.

Podemos hacer una Iglesia paralela al mundo y ajena a la marcha de la historia.

Esto ocurre especialmente cuando el pastor se centra en una catequesis y en una liturgia sin ventanas al mundo.

Frecuentemente hemos comprobado, durante este último tiempo, que existen una serie de organizaciones temporales (sindicatos, asentamientos, Juntas de Vecinos, Centros de Madres, Liceos Fiscales, etc.) y otra serie de organizaciones eclesiales que no tienen en cuenta a aquellas.  Por ejemplo, hay mamás catequistas sin relación con los Centros de Madres; hay comunidades cristianas sin relación con las Juntas de Vecinos, etc.

El cambio social nos obliga a estar muy comprometidos, particularmente con los cristianos que participan en los centros más dinámicos del cambio.

Esos cristianos necesitan mucha comprensión de parte nuestra y toda la asistencia doctrinal y espiritual que les permita actuar con mayor sentido cristiano.

Por otra parte, el Concilio Vaticano II, el Congreso de Medellín y otros documentos del Episcopado Nacional nos comprometen a interesarnos a promover y a participar en diversas formas en los cambios socio-económicos.  Se trata de cumplir el gran mandamiento del amor con toda su dimensión social”.  (Carta al Presbiterio de San Felipe, noviembre 1970.)

Después, en Santiago, don Enrique tendrá oportunidad de profundizar en esta línea de que el cristiano tiene que ser transformador de la historia.

No todos compartieron el espíritu que animaba a este Pastor y el temor a ser desintalado de las propias posiciones, cerró a algunos a la renovación que ofrecía ese momento de gracia. Fue así como la ciudad de Los Andes, perteneciente también a la diócesis, no se integró a la celebración del Sínodo. Pero el gran respeto por las personas que caracterizó siempre a monseñor Alvear, hizo que él no presionara a nadie para dar los pasos que exigía el momento, aunque, en varios de sus escritos de ese tiempo se puede leer la súplica encarecida de que todos se integraran a la Pastoral de Conjunto. Quizás debido a eso, un anciano sacerdote decía de esos años de don Enrique que tenía una caridad incomprensible que se salía de los moldes.

La sencillez del Pastor lo hizo abandonar el edificio del obispado para ir a instalarse a una casa mucho más humilde en los límites del centro de la ciudad. Allí compartió siempre su vivienda con otros sacerdotes. Dos religiosas que se encargaban un poco del cuidado de sus cosas personales, siguen impresionadas por la pobreza, el compartir y el desapego del poder que tenía el Obispo: “Iba vestido de cesante a sentarse junto a las autoridades. Pero era inútil procurarle más o mejor ropa, siempre la reglaba a otro que necesitara más”. Recuerdan también lo accesible y comunicativo que era en su vida cotidiana y cómo sufría cuando la ingratitud o la indiferencia eran la respuesta que recibía de sus hermanos a cambio de su trato directo y afable.

Esos fueron los años de las grandes crisis sacerdotales: le tocó ayudar y acompañar a varios hermanos que se replantearon su vocación en la Iglesia y en el mundo y abandonaron el sacerdocio. Su corazón sufría, pero su lealtad y caridad fueron brindadas a quien las necesitó para tomar decisiones tan importantes.

En 1969 volvió a enfermarse del pulmón y tuvo que retirarse a San José de Maipo para su recuperación. Desde ahí seguía a su diócesis, rezaba por ella y mantenía continua correspondencia con el Consejo de Presbiterio (representante de los sacerdotes).

Al poco tiempo fue nombrado Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Santiago.

 

 
 
     
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Don Enrique Alvear