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El sentido profundo de su vida

Todos los testimonios más cercanos de don Enrique han resaltado mucho esta característica esencial en él: era un hombre rezador.

Se levantaba siempre temprano, sin contar lo tarde que se hubiera acostado, sin contar con el frío o con el bienestar físico. Llegaba tarde a su casa en las noches, después de sus visitas o reuniones pastorales, pero eso no era impedimento para que dedicara también un rato a la oración. Es verdad que después le entraba sueño en las reuniones y tenía que aguantar las bromas que le hacían por su fama de dormirse en ellas. En un hombre tan activo como don Enrique es de admirar esa dedicación seria y prolongada a la reflexión y contemplación de la palabra de Dios y de los acontecimientos.

Los que han tenido oportunidad de ojear su Biblia se quedan atónitos de la cantidad de subrayados que tiene: no le quedó párrafo por saborear ni frase de la que don Enrique no arrancase su sentido. Los libros de teología no solo los leía, sino que los rezaba, reflexionaba, asimilaba.

Y lo mismo que hacía con la Palabra de Dios escrita lo hacía con la palabra vida de los acontecimientos. Igual que Jesús en su oración de vigilia, en que preparaba su misión evangelizadora (desierto) o su pasión (Huerto de los Olivos), don Enrique preparaba junto al Señor sus visitas pastorales, sus conversaciones trascendentales, sus decisiones importantes.

Sabía que su cometido pastoral no era cosa suya, sino que era recibida de Jesús y de Él tenía que recibir, por tanto, el discernimiento, la luz y la fuerza para hacerlo todo según su voluntad.

Se sabía profundamente amado por el Padre Dios y ésa era la fuente de la alegría y libertad que su personalidad traslucía. De ahí venía su compenetración con el Hijo por excelencia, Jesucristo, el que recibe todo el amor y que también lo entrega.

En efecto, don Enrique recibía con gratitud el amor del Padre y, a la vez, lo amaba apasionadamente con sus sentimientos y su voluntad. Eso hacía que participara de las mismas entrañas de misericordia, paciencia, esperanza y confianza que tenía Jesús y de una inclinación predilección por los más débiles. No era casualidad que a todos llamara por su nombre, escuchara atentamente y socorriera en sus necesidades. No hacía más que tratar a los otros como sentía que Dios lo trababa a él.

Y no solo vivió como hijo de Dios, confiando y feliz, sino que cuando llegó su muerte se dio de él el mismo testimonio: “Sentí que moría como Hijo, porque me admiré de la serenidad con que aceptó la enfermedad y la muerte. Era un Hijo que volvía a su Padre. Sus últimas palabras de mensaje a los cristianos: `Nos encontraremos en lo profundo de Dios’  también lo demuestran”.

Y esa misma filiación de Dios Padre es lo que lo hacía sentirse hermano de todos, profundamente hermano. Sus habituales despedidas en las cartas o notas en los libros: “Tu amigo y hermano, Enrique”, no eran solo palabras, sino una actitud sincera.

Don Enrique decía que Dios hace la experiencia humana en Cristo hombre: es el misterio de la encarnación. Así Dios hace en Cristo la experiencia de la debilidad humana, pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados: “En efecto, Dios, autor de todo y del que provienen todas las cosas, quería llevar a la gloria un gran número de hijos. Con miras a esto, le pareció bien hacer perfecto por medio del sufrimiento al Jefe y Salvador de todos ellos” (Hb 2,10).  “Nuestro Sumo Sacerdote no queda indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado” (Hb 4,15).

Cristo experimenta la incertidumbre y, por tanto, tiene que orar consultándole al Padre qué hacer, cómo hacer para estar plenamente en su voluntad. Experimenta también la tentación de salvar a los hombres no por la muerte y la resurrección sino ejerciendo el poder, la dominación, como lo hacen los reyes temporales.  Esta tentación va a lo profundo, dice don Enrique, va a la raíz misma de la misión de Jesús, ya que Él al encarnarse, quiere hacerse hombre y meterse en la historia del hombre, quiere experimentarla en su propia carne, en su propia vida… No va a salvar al hombre desde afuera, sino entrando en lo profundo de su vida.

Éste era el sentido que don Enrique tenía de cómo Jesús era hermano de nosotros, no como un simple título, sino en lo que significa vivir desde la profundidad de la vida con sus gozos y sufrimientos. Por eso lo veremos siempre compartiendo los dolores más duros; con los familiares de los detenidos-desaparecidos, con los sin casa, con los hambrientos; y también las alegrías más sencillas; en fiestas, convivencias o por la libertad de algún detenido. Lo veremos con la sola autoridad que le prestaba su compromiso evangélico, sin el poder del dinero o de la influencia.

Cuando le tocó la parte más dolorosa de su enfermedad, les decía a los fieles de la zona:

“Queridos hermanos:

“La Solidaridad de Jesús es con el hombre en toda su profundidad, con su pobre condición humana, terriblemente dañada y, a veces, destruida por el pecado personal o social. Es solidaridad con su muerte, que hizo suya, para poderla destruir con la victoria de la Resurrección. Es solidaridad con los caminos de presiones, injusticias y mentiras, para que su Pascua los transforme en el camino de vida y de liberación… Porque el hombre no está llamado a ser siervo, esclavo, siempre sujeto a la dominación de otros, sino que es el Hijo de Dios y, por tanto, el hermano elegido para ser Señor con Cristo, a fin de transformar la historia y la sociedad entera en el Reinado de Dios”.

(Mensaje a toda la Zona Oeste con ocasión de la Apertura del Año Pastoral el 18 de abril de 1982).

Esta fe en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús fue lo que le dio una esperanza invencible en que el Reino de Dios es una realidad y ya está presente como semilla en tantas situaciones donde se juega día a día el amor.

Y otro aspecto que profundizó don Enrique en Jesús y que era clave en su misión pastoral y en su vida personal, era considerar a Jesús como Señor de la Historia y que nos hace a los seres humanos destinados a ser con Él, Señores de la Historia.

Tenía claro que la Tierra había sido puesta en las manos del hombre para que le sirviera, para su desarrollo y felicidad. Que la comunidad humana tenía la autonomía y libertad para labrarse una historia y un destino dignos de los Hijos de Dios. También sabía de la presencia del pecado, que impide que el mundo sea un paraíso y lo convierte en un valle de lágrimas.  Pero don Enrique no se lamentaba de eso, sino que nos estimulaba continuamente para que los cristianos, trabajáramos por mejorar esta sociedad, ¡que no nos podíamos quedar impasibles mientas las fuerzas del mal hacían estragos!

En una de las homilías, resumía su pensamiento:

“Nosotros creemos, y la Iglesia cree en el hombre, no solamente por razones históricas, no solamente por razones que dan las ciencias humanas; para nosotros hay una razón muy profunda y que es la definitiva, junto a las otras razones; porque el hombre es la imagen de Dios, porque Dios cree en el hombre, porque Dios le encomendó al hombre hacer su historia, porque Dios le encomendó al hombre crear esta historia e irla creando día a día. Dios le encomendó al hombre llenar la Tierra, poblarla, organizar las naciones, organizar la convivencia humana; Dios le encomendó al hombre hacer historia, crear historia y dar respuesta a los problemas de la historia”.

Por eso, la espiritualidad de don Enrique era una mística viva que lo hacía confiar profundamente en Dios Padre y en los hombres, sus hermanas.

La celebración de la Eucaristía también era un momento cumbre en su vida. Los días laborables los celebraba generalmente con comunidades religiosas que lo invitaban a compartir con ellas. Otras veces junto a las comunidades cristianas en las visitas pastorales. Los domingos se le podía escuchas muchas veces en la Misa de Lourdes que se transmitía por la radio.

Su unción, la penetración de los misterios que celebraba, hacían que la concurrencia participara plenamente.

No hay sacerdote que haya concelebrado con él que no se recuerde de las palabras que decía después de la consagración: “Jesús, sabemos que estás aquí presente, amándonos, aunque no te vemos”.

 

 
 
     
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Don Enrique Alvear