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Formador en los seminarios
Don Enrique se ordenó y fue destinado al Seminario. El tipo de ministerio que le tocó desempeñar en ese tiempo no era favorable para permitir abrir y recorrer caminos intransitados, audaces o relevantes. Buena parte de su sacerdocio presbiterial lo ejerció don Enrique en el Seminario Pontificio Menor en la dirección espiritual de niños y adolescentes. En esa época –los años 40-, el Seminario Menor era un colegio de perspectivas restringidas: un internado reservado exclusivamente para niños que –se suponía- deseaban ser sacerdotes. Su profesorado, el ambiente que se respiraba y las inquietudes que se promovían eran casi puramente eclesiásticos.
Allí don Enrique era el Padre Espiritual, como se decía entonces. Y, ciertamente, era un muy buen padre: los niños lo querían mucho y se confiaban a él con espontánea facilidad. La promoción de la piedad –rubro muy importante en ese colegio, la manejaba don Enrique como algo connatural con su persona y su cargo. Nadaba como en aguas propias en ciertas organizaciones específicas del Seminario Menor para favorecer más intensamente la piedad de los niños: la Congregación Mariana para los mayores y la Congregación de los Santos Ángeles Custodios para los más chicos. Atendía, también con paciente y tranquila dedicación, a un grupo de damas que se interesaban por la vocación de los seminaristas y rogaban por ellos en misas periódicas que don Enrique les celebraba. Además, era capellán de unas monjas vecinas.
En nada de esto lucía originalidades ni novedades mayores. Practicaba el “saludismo” y el “ejemplismo”, que consistían en saludar amablemente a todo el mundo y en ilustrar lo más posible sus predicaciones y lecciones con “ejemplitos”, como él decía. Don Enrique daba seguridad y confianza por igual a alumnos y superiores. Sus características en el trato personal eran la afabilidad y una serena alegría que se expresaba en una casi permanente sonrisa. Era hombre de aceptación universal; todos lo apreciaban, pero no formaba grupos de “hinchas” en torno suyo. No cuestionaba ni era cuestionado por nadie. Era, ni más ni menos, lo que se esperaba entonces que fuese un buen Padre Espiritual de un Seminario Menor. Para muchos habría sido inimaginable concebir a don Enrique, entonces o después, en otro lugar donde encajara mejor.
Más tarde, cuando don Emilio Tagle fue designado Rector del Seminario Mayor, don Enrique lo sucedió en el cargo de Padre Espiritual de este Seminario. Aquí el ambiente era de más o mayores inquietudes y los requerimientos teológicos, pastorales y de espiritualidad exigían un nivel alto en esas disciplinas a la persona encargada de la Dirección Espiritual de los futuros sacerdotes. Don Enrique respondió ampliamente a esas exigencias. Fue muy luego reconocido por los seminaristas mayores como “un varón espiritual” de asidua y profunda oración; prestigio, por lo demás, del que gozaba allí desde antes por la proximidad que entonces guardaban los Seminarios Mayor y Menor, que funcionaban en un mismo y enorme edificio.
Los comienzos del rectorado de don Emilio marcaron un vuelco muy notorio hacia un énfasis en ciertas inquietudes y actividades pastorales (“apostólicas”, se decía entonces) de los seminaristas, especialmente en el campo de la asistencia a los pobres de las “poblaciones callampas”. Don Enrique animó y secundó entusiasta efectivamente ese nuevo impulso naciente, como también acompañó constantemente las búsquedas teológicas que respaldaran ese movimiento pastoral.
Pero siempre eran el confesionario y el cuarto de atención del Padre Espiritual los sitios y el ámbito en donde a don Enrique se le reconocía como maestro indiscutido. Su testimonio permanente como hombre de Dios que se encontraba siempre antes que nadie en la capilla al amanecer de cada día, invierno y verano, suscitaba admiración y confianza en los “dirigidos”, quienes se reconocían beneficiarios de sus consejos y orientaciones atinadas, evangélicas, criteriosas y oportunas. Un seminarista de esa época cuenta: “No me olvido de la solución precisa y justa que dio a una situación de perplejidad en la que me encontré en una oportunidad. Fue en la mañana, temprano, del día de mi ordenación de diácono. En la noche me habían venido repentinos y fortísimos dolores abdominales con sensación de gran malestar. Aquello me duró varias horas y realmente en ese estado me sería imposible levantarme para ir a la Catedral a ordenarme. Me asaltó la idea de que lo que me pasaba era un signo de la voluntad de Dios, que no quería mi ordenación. El dolor se calmó hacia las seis de la mañana y a esa hora me levanté y acudí donde Enrique. Le conté lo sucedido, y le expuse mi aprensión: ¿No deberé entender que Dios no quiere que me ordene? Me contestó con otra pregunta: ¿A qué hora se te pasó el dolor? Ahora, recién –le contesté- , a las seis de la mañana. “Ahí está la voluntad de Dios, pues –me dijo con mucha convicción-. Se te pasó el mal justo para poderte ordenar”. Me fui a la Catedral tranquilizado del todo”.
A esas condiciones de orientador espiritual, don Enrique añadía la que ya hemos dicho que le era bien propia: el buen humor. Este no era un elemento postizo ni episódico en él, sino que, por el contrario, pertenecía a su configuración íntima y habitual, lo prodigaba continuamente con oportunidad, con picardía, sin faltar jamás a la caridad ni caer en el mal gusto. Uno sentía que el chiste gracioso o la talla precisa le salían tan refrescantes porque provenían de un interior armónico consigo mismo, de su profunda paz y de un corazón puro que respetaba y amaba. Rara vez resultaba “fome” o sin gracia y, en cambio, la mayoría de las veces, aún los más agudos y vivarachos de los muchachos tenían que andarse con cuidado al lanzarle una talla o hacerle una broma, pues la réplica no se hacía esperar y, generalmente, contenía tanta o más chispa que la que la había provocado, pero sin herir nunca al otro. Era celebrador de las gracias de los demás y no era “rogado” para aportar lo suyo cuando otros se lo pedían, aún en géneros para los cuales no tenía ninguna condición, como el canto. Muchos recuerdan hoy todavía la canción a la que menudo recurría para salir de apuros y que la había sacado de un cancionero del Seminario Menor:
“Del pellejo de un ratónico,
se hizo una levita un gático,
liray, liray…”
Otra fama que corría por el Seminario sobre don Enrique era bastante curiosa. Su aspecto físico, su porte exterior, su talante eran más bien desaliñados, desgarbados. Pues bien, se decía que antes de entrar en el Seminario, siendo estudiante de leyes, era todo lo contrario: muy atildado y compuesto. Si esa fama respondía a la realidad, quiere decir que una importante evolución se había operado desde el Enrique de entonces hasta el Seminario, el cual, quizás empezando en el interior de sus sentimientos e ideales, había llegado a reflejarse en su aspecto exterior, sencillo y sin afectación. Acaso era ya su capacidad de siempre y admirable: la capacidad de evolucionar.
Estos aspectos que destacaban en su ministerio como presbítero durante su período de formador en el Seminario, se transformarán también profundamente más tarde al convertirse en Obispo. Entonces el hombre espiritual que conocimos siempre, dio el enorme salto a la perfección de Pastor, hacia la santidad que fue ciertamente su meta.
Poco antes de ser nombrado Obispo, fue Vicario General de la Diócesis de Santiago, donde le tocó colaborar con la organización de la gran Misión General. Por el hecho de haber estado tanto tiempo trabajando en el Seminario, no se alejó del trabajo pastoral, sino que se mantuvo muy al día, guiado por el afán de introducir a los futuros sacerdotes en su principal ministerio.
La introducción de la Sociología religiosa, las nuevas teorías pastorales importadas todavía de Europa, fueron puestas al servicio de la Iglesia de Santiago para una renovación que se ha ido profundizando cada vez más. Don Enrique fue buen instrumento para esa renovación ya que nunca se cerraba a aquellas cosas que pudieran aproximar más el Evangelio al corazón del hombre. Su estilo de contactos personales con sacerdotes, religiosas y laicos, daba a las reuniones de trabajo un carácter de amistad y comunidad que iba a ser el fundamento para las futuras comunidades de base.
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